"Qué útiles son los aniversarios, esas muletas del tiempo que nos sirven para retroceder sin tropiezos por el camino de la historia. A los terminados en cero -como en las bodas de oro o de diamante de los matrimonios longevos- los valoramos especialmente. Pues bien, mañana hará veinte años que se abrió el Muro de Berlín. El aniversario nos obliga a repasar esa página de nuestra historia reciente, acaso menos recordada de lo que convendría. Fue aquél un muro construido para impedir que salieran, por Berlín Oeste, los ciudadanos de Alemania Oriental que buscaban la libertad. Veintiocho años después, en noviembre de 1989, se abrió por la misma razón: impedir que escaparan por Checoeslovaquia quienes pretendían abandonar el estalinismo de la RDA. Durante esas casi tres décadas, el país había funcionado con paz pero sin libertad, con precisión pero sin oxígeno.
Los jerifaltes comunistas -cuando yo les protestaba, en nombre de la Comunidad Europea, por disparar mortalmente a un fugitivo que saltó sobre el Muro- se ufanaban de su contribución al mantenimiento de la paz.
-Gracias a nuestra firmeza -me argüían- está garantizada la tranquilidad en la zona del mundo donde hay más armas nucleares.
Y pese a todo, en la RDA millones de alemanes vivían resignados, temerosos de un cambio que no deseaban porque nadie les garantizaba que iban a seguir teniendo lo que su régimen les aseguraba: pleno empleo, vivienda barata, escolarización y sanidad gratuitas, ausencia de drogas... Ello explica porqué, a principios del 89, meses antes de la caída del Muro, no existiera allí la oposición organizada que bullía en Polonia, Checoeslovaquia o Hungría.
Entonces ¿quién derribó el Muro? ¿No fue acaso la presión incontenible de miles de berlineses orientales que exigían furiosos la posibilidad de pasar al Oeste? No, no ocurrió así. De hecho, ni las masas presionaron, ni dirigente político alguno dio la orden de abrir el Muro. Trataré de explicar brevemente lo que sucedió. Por de pronto, el Muro se abrió porque el oficial al mando del «paso fronterizo» de Bornholmerstrasse, Harald Jäger, dio a sus subordinados la orden de abrir la verja. Eso fue todo. Y lo hizo tras escucharle decir, por la TV, a Günther Schabowski, portavoz del Politburo, que el Comité Central del Partido había acordado que quienes quisieran podían, «desde ya», pasar libremente de la RDA a la RFA y a la zona oeste de Berlín.
Sin embargo -y como ya adivina el lector desconfiado- la cosa no fue tan sencilla. Harald Jäger pidió insistentemente instrucciones, al ver que varias docenas de curiosos se aproximaban al checkpoint y preguntaban si se podía pasar ya «al otro lado» como Schabowski acababa de anunciar en la conferencia de prensa, retransmitida en directo por primera vez en la historia de la RDA. Al ir el número de curiosos en aumento, Jäger, aún temiendo lo peor, siguió pidiendo instrucciones.
¿Por qué ocurrió aquello? La explicación es sencilla aunque puede que para un historiador no resulte del todo admisible. Ignoro si para un político... El hecho es que, en ese momento, todos los miembros del Politburo regresaban -sin teléfonos móviles y, lo que es peor, sin idea de lo que Schabowski había dicho públicamente- regresaban, digo, en sus coches oficiales a sus residencias de Wandlitz, a más de una hora de Berlín. Nadie pudo dar con ellos ni obtener la respuesta que insistentemente pedía el oficial Jäger.
Después de haber vivido allí cinco años, estoy convencido de que, en la RDA, nadie tuvo nunca el valor de tomar una decisión de cierto calado sin contrastarla antes con su superior. El sistema funcionó siempre, perfectamente, hasta... ese día. Todos habían encontrado siempre a alguien por encima que asumiera la responsabilidad y -como decía el chiste- a alguien por debajo que hiciera el trabajo. Los curiosos, sorprendidos y alborozados, no más de un centenar -estaba allí y puedo dar fe- debieron de amedrentar de tal forma a Jäger que éste hizo lo que nadie hasta entonces había hecho, asumió su responsabilidad y dio la orden de abrir.
Uno puede preguntarse por el motivo de que las cosas sucedieran así en la República Democrática Alemana. A mi juicio, la respuesta es obvia. Se es ciudadano de un país pero sólo se es patriota de una nación. Y la RDA no era una nación. La caída del Muro, en esas condiciones, es prueba de que los países sin patriotismo acaban no funcionando -y hasta pueden llegar a desaparecer- pese a que haya quienes piensan que el patriotismo tal vez sea ya sólo un subproducto del trasnochado nacionalismo decimonónico.
Dije antes que me encontraba «allí». En efecto y no por mérito propio sino por obra y gracia de la casualidad. Dicho esto, no puedo sino contar en detalle lo que ocurrió aunque ya lo incluyera en el diario de aquella «revolución tranquila» que publiqué, en 1990: «En el país que nunca existió». Años después, volví a contarlo en unas memorias tituladas «Un tranvía naranja y polvoriento». No me importa repetirlo hoy pues, como dijo Azaña, en este país, si quieres guardar un secreto, debes escribirlo en un libro.
¿Qué hacía yo allí y a esa hora en aquella gélida noche? Muy simple. Acompañaba al equipo de Informe Semanal de Rosa María Artal, que me había telefoneado la víspera a la Embajada pidiendo apoyo: un coche, un traductor, buscar unas entrevistas, etcétera. Después de facilitarles lo que necesitaban, les había invitado a que, por la tarde, vinieran a casa para tomar algo. Allí vimos, esta vez en diferido, un extracto de la conferencia de prensa a la que mis invitados habían asistido un rato antes. De las deslavazadas explicaciones del portavoz sólo entendimos que «desde ya» se podía pasar al Oeste. Pero los periodistas españoles tenían interés en ir cuanto antes al concierto de jazz, donde esperaban realizar alguna entrevista a grupos de oposición. Les sugerí que pasáramos primero por el checkpoint vecino, el mismo por el que yo cruzaba al Oeste varias veces por semana. Habría gente y podía ser interesante. Llegamos al lugar a eso de las nueve menos cuarto. Era de noche, era noviembre, y hacía mucho frío. Habría unas cincuenta personas, no más, aunque seguían llegando. Los españoles eran los únicos periodistas presentes. De pronto, un policía abre la cancela metálica y dice:
-Pueden pasar.
Frente al policía, un hombre joven le pregunta: -¿Qué formalidades?
-Ninguna -responde el policía-
-Sólo tenemos el carné de identidad.
-Es suficiente.
-¿Podemos volver?
- Desde luego.
Algo más tarde se abrieron los otros checkpoints y la gente comenzó, con picos y martillos, a abatir el Muro. Mes y medio después, el 22 de diciembre, se abría la Puerta de Brandenburgo. El 18 de marzo de 1990, tuvieron lugar las primeras elecciones libres; el 1 de julio, la unificación monetaria y el 3 de octubre, menos de un año tras la caída del Muro, la unificación política. Una unificación promovida desde abajo como un siglo antes el canciller Bismark la promoviera desde arriba.
¿Alguna lección que sacar de esta página de la historia de Europa?
Posiblemente muchas aunque puede que la que hoy nos convenga más esté contenida en la frase que yo mismo me apliqué, pocos días antes de abrirse el Muro, cuando la leí, escrita en letras azules sobre el gris carcelario del hormigón:
«Los muros peores son los que construimos alrededor de nosotros mismos». (Seleccionado de la web española de ABC, nota del embajador español Alonso Alvarez de Toledo Merry del Val, Marqués de Martorell- 08-11-09)
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