Parte 4
Con todo, el hombre que mejor encarnó la soporífera charlatanería de Bandung fue Jawaharlal Nehru, primer presidente de la India y el peor de todos hasta la fecha, que ya es difícil. Pertenecía a una generación anterior a la de Sukarno o Nasser; de hecho, había nacido el mismo año que Hitler y uno antes que De Gaulle. Estudió en Cambridge y, al volver a su tierra natal, tomó conciencia, es decir, concluyó que los que se habían esmerado con su educación eran lo más parecido a los hijos de Caín.
A diferencia de otros líderes de la época, Nehru iba de intelectual. Más que ningún otro estaba persuadido de que las dificultades se resolverían con buenos deseos y un par de frases lapidarias. Los ingleses le toleraron del mismo modo que hicieron con Gandhi, lo que muestra hasta que punto el dominio británico era cualquier cosa menos asfixiante. En la Unión Soviética dos disidentes confesos no hubieran durado ni tres semanas. En 1942, con los japoneses avanzando desde Birmania, pidió la independencia para que la India soberanamente decidiese si entrar o no en la guerra. Obviamente, ignoraba que los hijos del sol naciente no hacían distingos entre países neutrales y beligerantes. La gansada le costó la cárcel.
La retirada inglesa en 1948 le puso al frente del segundo país más poblado del mundo. Su fecunda palabrería hizo de "el Pandit Nehru" una celebridad mundial. Desde occidente le llovían los piropos. Él, en cambio, censuraba a las potencias occidentales siempre que se le presentaba la ocasión. El imperialismo y el colonialismo eran, según él, lacras a las que había que poner fin de inmediato, pero sólo si los ejercía Occidente. Para la Unión Soviética de Stalin y el Vietnam de Ho Chi Minh sólo tuvo parabienes. Fue un entregado admirador de su vecino Mao Tse Tung, hasta que el vecino se puso farruco y se le metió en casa. De no haber muerto antes, es probable que se hubiera derretido en elogios con Pol Pot.
Dejó que los chinos hiciesen a placer en el Tibet y, cuando el gran timonel decidió redibujar a su antojo la frontera del Himalaya, le declaró la guerra. Él, que había proclamado orgulloso que "ningún país puede conquistar la India" tuvo que pedir ayuda al "imperialista" Kennedy, que envió solícito la VII Flota al golfo de Bengala. Sólo entonces Mao se echó para atrás. A esas alturas ya se le había olvidado lo que dijo en Bandung sobre las grandes potencias: "si vamos hacia ellas en busca de sostén, entonces somos ciertamente débiles..."
Su infeliz política exterior vino a encontrar el complemento perfecto en una gestión interna calamitosa. Fascinado por los planes quinquenales soviéticos, respaldó la creación de un sector público inmenso, monopolístico e ineficiente y auspició draconianas regulaciones sobre la empresa privada que alejaron definitivamente la inversión extranjera. A su muerte en 1964 el ingreso per cápita se había derrumbado y la India era bastante más pobre que cuando se fueron los británicos. El "titán mundial" del que hablaban los medios occidentales fue un desastre en todo menos en fabricar y perpetrar discursos transidos de cursilerías y buenas intenciones. Bandung fue su espejo.
Medio siglo después de celebrarse, sólo unos pocos de los países participantes en la conferencia han remontado el subdesarrollo y se tutean –cuando no miran por encima del hombro– con las naciones de Occidente. Japón, por ejemplo, se dejó de simplezas, abrió su economía al mundo y, entre la aburrida democracia liberal y las carismáticas dictaduras de autor, se decantó por la primera. Hoy es una democracia consolidada y la segunda economía del mundo. Sus habitantes hace dos generaciones que olvidaron el plato único, las privaciones y el miedo cerval a un estado omnipotente. Corea siguió su ejemplo. Cambiar el destino de un país es posible. Si se quiere disfrutar de prosperidad y libertad, es decir, si se quiere llegar a ser, básicamente, como Occidente, sólo es preciso imitarle. Los charlatanes de Bandung, ahogados en sus propios sermones, creyéndose sus propias patrañas, abogaron por todo lo contrario. Lo más dramático de esta historia es que a ellos no les tocó pagar la factura.
Con todo, el hombre que mejor encarnó la soporífera charlatanería de Bandung fue Jawaharlal Nehru, primer presidente de la India y el peor de todos hasta la fecha, que ya es difícil. Pertenecía a una generación anterior a la de Sukarno o Nasser; de hecho, había nacido el mismo año que Hitler y uno antes que De Gaulle. Estudió en Cambridge y, al volver a su tierra natal, tomó conciencia, es decir, concluyó que los que se habían esmerado con su educación eran lo más parecido a los hijos de Caín.
A diferencia de otros líderes de la época, Nehru iba de intelectual. Más que ningún otro estaba persuadido de que las dificultades se resolverían con buenos deseos y un par de frases lapidarias. Los ingleses le toleraron del mismo modo que hicieron con Gandhi, lo que muestra hasta que punto el dominio británico era cualquier cosa menos asfixiante. En la Unión Soviética dos disidentes confesos no hubieran durado ni tres semanas. En 1942, con los japoneses avanzando desde Birmania, pidió la independencia para que la India soberanamente decidiese si entrar o no en la guerra. Obviamente, ignoraba que los hijos del sol naciente no hacían distingos entre países neutrales y beligerantes. La gansada le costó la cárcel.
La retirada inglesa en 1948 le puso al frente del segundo país más poblado del mundo. Su fecunda palabrería hizo de "el Pandit Nehru" una celebridad mundial. Desde occidente le llovían los piropos. Él, en cambio, censuraba a las potencias occidentales siempre que se le presentaba la ocasión. El imperialismo y el colonialismo eran, según él, lacras a las que había que poner fin de inmediato, pero sólo si los ejercía Occidente. Para la Unión Soviética de Stalin y el Vietnam de Ho Chi Minh sólo tuvo parabienes. Fue un entregado admirador de su vecino Mao Tse Tung, hasta que el vecino se puso farruco y se le metió en casa. De no haber muerto antes, es probable que se hubiera derretido en elogios con Pol Pot.
Dejó que los chinos hiciesen a placer en el Tibet y, cuando el gran timonel decidió redibujar a su antojo la frontera del Himalaya, le declaró la guerra. Él, que había proclamado orgulloso que "ningún país puede conquistar la India" tuvo que pedir ayuda al "imperialista" Kennedy, que envió solícito la VII Flota al golfo de Bengala. Sólo entonces Mao se echó para atrás. A esas alturas ya se le había olvidado lo que dijo en Bandung sobre las grandes potencias: "si vamos hacia ellas en busca de sostén, entonces somos ciertamente débiles..."
Su infeliz política exterior vino a encontrar el complemento perfecto en una gestión interna calamitosa. Fascinado por los planes quinquenales soviéticos, respaldó la creación de un sector público inmenso, monopolístico e ineficiente y auspició draconianas regulaciones sobre la empresa privada que alejaron definitivamente la inversión extranjera. A su muerte en 1964 el ingreso per cápita se había derrumbado y la India era bastante más pobre que cuando se fueron los británicos. El "titán mundial" del que hablaban los medios occidentales fue un desastre en todo menos en fabricar y perpetrar discursos transidos de cursilerías y buenas intenciones. Bandung fue su espejo.
Medio siglo después de celebrarse, sólo unos pocos de los países participantes en la conferencia han remontado el subdesarrollo y se tutean –cuando no miran por encima del hombro– con las naciones de Occidente. Japón, por ejemplo, se dejó de simplezas, abrió su economía al mundo y, entre la aburrida democracia liberal y las carismáticas dictaduras de autor, se decantó por la primera. Hoy es una democracia consolidada y la segunda economía del mundo. Sus habitantes hace dos generaciones que olvidaron el plato único, las privaciones y el miedo cerval a un estado omnipotente. Corea siguió su ejemplo. Cambiar el destino de un país es posible. Si se quiere disfrutar de prosperidad y libertad, es decir, si se quiere llegar a ser, básicamente, como Occidente, sólo es preciso imitarle. Los charlatanes de Bandung, ahogados en sus propios sermones, creyéndose sus propias patrañas, abogaron por todo lo contrario. Lo más dramático de esta historia es que a ellos no les tocó pagar la factura.
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