Hace poco más de cincuenta años se celebró en la ciudad indonesia de Bandung una de las mayores pérdidas de tiempo del siglo XX. Se le denominó Conferencia Afroasiática, y fue convocada para que unos cuantos dictadores de otras tantas repúblicas bananeras recién independizadas se diesen el gustazo de dar un buen discurso.
No sirvió para nada, para nada útil quiero decir. Acaso para dar carta de naturaleza a ese abstruso invento del Tercer Mundo con el que, todavía hoy, nos siguen dando la tabarra los nietos de aquellos tiranos y los que, entre nosotros, andan con el sentimiento de culpa a cuestas.
La tontería se fraguó en las privilegiadas cabecitas de los líderes de un puñado de antiguas colonias británicas, con la India y Egipto al frente. Era aquel un tiempo en el que se creía que, a base de buenas palabras y soflamas biensonantes, se podía cambiar el mundo. Así, para poner remedio a la pobreza de la India, Birmania o Ghana sólo había que decir que la pobreza era mala y que la hermandad entre las naciones pobres haría que ésta remitiese. Ese era el envoltorio, claro. Profundizando un poco, lo que los promotores de Bandung pensaban era algo bien distinto. Ahora que tenían mando en plaza querían ser poderosos y desquitarse de los años de colonización. Como representaban a más de la mitad de la población mundial de aquella época hicieron cálculos y se creyeron lo que no era. Suele suceder cuando no se piensa con la cabeza, o cuando no se tiene cabeza para pensar. Entre los prohombres de Bandung se combinaron ambas cosas.
Partían de una ilusión, de que en el mundo bipolar que había alumbrado la guerra mundial cabía una tercera opción: la buena, evidentemente. Frente al capitalismo liberal patrocinado por los Estados Unidos y el socialismo real propugnado por la Unión Soviética, serían ellos, acompañados de sus jóvenes pueblos, los que le devolverían la sensatez al mundo. Lo harían, además, con buen talante, de un modo didáctico y con palabras tan rotundas como justicia universal, hermandad multirracial, libertad, soberanía, cooperación o paz, mucha paz, la paz que no faltase. No es casualidad que los peores tiranos se hayan embutido el disfraz del pacifismo para ocultar sus verdaderas intenciones. (Por el eminente historiador Fernando Díaz Villanueva.) "(Extraído del diario madrileño Libertad Digital)
La tontería se fraguó en las privilegiadas cabecitas de los líderes de un puñado de antiguas colonias británicas, con la India y Egipto al frente. Era aquel un tiempo en el que se creía que, a base de buenas palabras y soflamas biensonantes, se podía cambiar el mundo. Así, para poner remedio a la pobreza de la India, Birmania o Ghana sólo había que decir que la pobreza era mala y que la hermandad entre las naciones pobres haría que ésta remitiese. Ese era el envoltorio, claro. Profundizando un poco, lo que los promotores de Bandung pensaban era algo bien distinto. Ahora que tenían mando en plaza querían ser poderosos y desquitarse de los años de colonización. Como representaban a más de la mitad de la población mundial de aquella época hicieron cálculos y se creyeron lo que no era. Suele suceder cuando no se piensa con la cabeza, o cuando no se tiene cabeza para pensar. Entre los prohombres de Bandung se combinaron ambas cosas.
Partían de una ilusión, de que en el mundo bipolar que había alumbrado la guerra mundial cabía una tercera opción: la buena, evidentemente. Frente al capitalismo liberal patrocinado por los Estados Unidos y el socialismo real propugnado por la Unión Soviética, serían ellos, acompañados de sus jóvenes pueblos, los que le devolverían la sensatez al mundo. Lo harían, además, con buen talante, de un modo didáctico y con palabras tan rotundas como justicia universal, hermandad multirracial, libertad, soberanía, cooperación o paz, mucha paz, la paz que no faltase. No es casualidad que los peores tiranos se hayan embutido el disfraz del pacifismo para ocultar sus verdaderas intenciones. (Por el eminente historiador Fernando Díaz Villanueva.) "(Extraído del diario madrileño Libertad Digital)
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