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jueves, 11 de abril de 2013

Todavía hay jueces en Berlín



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Una anécdota muy conocida es aquella del súbdito prusiano, a quien el poderoso emperador Federico quería confiscar su casa. Se negó alegando que «todavía hay jueces en Berlín», a los que acudió demandando justicia y quienes le dieron la razón frente al monarca. El súbdito prusiano se atrevió a desafiar al todopoderoso monarca, porque confiaba plenamente en un poder judicial independiente, formado por jueces independientes e imparciales y sobre todo formados jurídicamente. Porque a veces no importa tanto que den o quiten la razón, sino los motivos por los que te quitan o dan  la razón. Un poder judicial sólo es independiente, cuando además de darse las condiciones constitucionales y legales suficientes para tal independencia, sumisión sólo a la ley, los jueces están lo suficientemente formados  como  para que su ignorancia no sea precisamente la razón que les haga dependientes. A pesar de ello, la imagen que tienen los ciudadanos sobre la excesiva politización de los jueces merma la percepción de su independencia y su propia fama. Pero ello en modo alguno limita la real independencia de la inmensa mayoría de los jueces españoles, los cuales en unas condiciones cada vez más difíciles la ejercen día a día y caso a caso, y siempre orientada hacia su propia esencia, esto es, defender su criterio frente a cualquier intromisión del ámbito político, mediático, etc., para así garantizar la plena tutela judicial de todos los ciudadanos. Pero para que la independencia sea plena, no sólo se requiere un estado de cosas que la favorezca, se requiere por parte del juez un pleno respeto al principio de legalidad, haciendo del cumplimento y sometimiento a la ley su norma de vida profesional. Un juez tiene convicciones políticas, morales, religiosas, tiene su propia forma de ver y entender la vida, pero cuando ejerce justicia será más independiente cuanto menos afecte todo aquel acervo personal a su decisión; aquellas convicciones no tienen por qué permanecer ocultas como una suerte de vergüenza, pueden ser reveladas y así la sociedad podrá ejercer un mayor control sobre su decisión. Pero el mayor pecado de un juez, es que se someta a sus propias convicciones y las convierta en el frontispicio de su actuación, ejerciendo eso que ahora se llama derecho imaginativo. Un juez no puede nunca convertirse en un transformador social, esto ya lo hace la sociedad por sí misma, no estamos invitados a esto. Nuestra obligación es el mantenimiento del status quo y no forzar cambios sociales. Cuando un juez hace de su imaginación su criterio de interpretación de la  norma, se está apartando tanto de su función que se convierte en otra cosa, ya no se le reconoce.  El principio de legalidad es la norma máxima de un Estado de Derecho, es lo que dota a la sociedad de plena seguridad jurídica, esto no se puede olvidar. La actuación judicial está destinada a actuar en el marco de justa y pacífica convivencia, por lo que su último objetivo es garantizar la protección de los derechos y libertades fundamentales. Los jueces que se creen dueños de la ley, se apartan tanto de la misma que dejan de aplicarla; aquellos  cuyas convicciones ciegan sus conocimientos dejan de servir a la sociedad, porque lo harán sólo a una parte, esto es, a aquellos con los que compartan ideología, y en este país se corre diferente suerte en función de ello. El Derecho no es un medio que sirve a un fin de forma instrumental y cuando no nos gustan sus consecuencias sencillamente prescindimos de la norma  y la aplicamos contra su espíritu, por más justa que nos parezca. Administrar justicia no es hacer aquello que le apetezca a uno más en cada momento, la mejor forma de servir a la justicia es conocer las normas y aplicarlas de forma recta y a poder ser generando seguridad jurídica y previsibilidad. La selección de bienes jurídicos protegidos por el derecho penal, por ejemplo, la intensidad del castigo, etc., le corresponde al legislador y es ajeno a la función judicial. Determinar los criterios de perseguibilidad de un delito, sus plazos de prescripción,  etc., es una competencia exclusiva del que hace las leyes y no del que las aplica. En la aplicación del derecho aquellos de la imaginación al poder es una filfa, por más que se intente sustentar en imaginativos argumentos jurídicos. En la justicia aquello de «mi reino no es de este mundo», no vale. Como decía Sócrates: «Cuatro características corresponden al juez: escuchar cortésmente, responder sabiamente, ponderar prudentemente y decidir imparcialmente». Nada más y nada menos. Todo lo demás es buscar roles y trabajos que no se corresponden con el ejercicio de un poder judicial independiente. No debemos olvidar que los jueces existimos porque hay conflictos, y nuestra función es resolverlos conforme a las leyes, y no crear nuevos conflictos con el tan peligroso derecho imaginativo. (Seleccionado de un artículo de Enrique López, del 31 de mayo de 2010, en la web del diario español La Razón)

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