Se le atribuye al presidente del Tribunal
Supremo de París, durante el primer Imperio y la Restauración, el
señor A.J.M Seguier, el siguiente pensamiento: “El Tribunal no ha de hacer favores sino pronunciar sentencias”.
No se tiene que ser un gran sociólogo o estar recorriendo, a diario,
las calles de las ciudades españolas para percibir la baja estima
que, en estos tiempos de convulsión económica y de preocupación por
el futuro, le tienen los españoles a la Justicia y, más
concretamente a los encargados de impartirla que, al menos desde el
punto de vista de una gran mayoría, cada vez parece que se dejan
llevar más por las ideas personales o las presiones políticas, olvidándose de los principios básicos de equidad,
objetividad, justicia, imparcialidad y cumplimiento de las leyes, que
constituyen los valores supremos de la judicatura.
En España ya no nos choca, a los
ciudadanos, que el secreto del Sumario se haya convertido en algo que
puede violarse con toda impunidad, cuando estamos cansados de
comprobar como, en los medios de comunicación, van apareciendo
informaciones extraídas de los sumarios sin
que se hayan tomado medidas estrictas por parte de los jueces para
evitar que esta anormalidad siga repitiéndose. El contenido
de resoluciones y sentencias, en muchos casos, es aireado mucho antes
de que el tribunal se haya pronunciado oficialmente y se produce el contrasentido de que aparecen
en la prensa las acusaciones o imputaciones que hay contra un
presunto delincuente antes, incluso, de que el interesado haya tenido
noticias de ello. Cuando, en años anteriores,
España contaba en el Mundo y los españoles vivíamos una bonanza
económica que parecía que nunca desaparecería, el trabajo de jueces y magistrados se producía en
un perfecto anonimato, tal como
corresponde a una profesión encargada de impartir la justicia a los
ciudadanos de acuerdo con la ley y
sin que, en esta tarea, ninguno debiera de conseguir laureles,
premios o beneficio personal y fama; algo que puede ser normal en
cualquier otra profesión, pero que debiera estarles vedado a los
encargados de impartir la Justicia.
El que nuestro Tribunal Supremo, en el
juicio contra el juez Garzón, dé la
sensación de que lo que está haciendo es un enjuiciamiento del régimen franquista, por lo que se ha dado por llamar “las víctimas
del franquismo”; en lugar de limitarse a las acusaciones que
pesan contra el juez estrella de haber prevaricado al asumir la competencia en una causa para la que,
según el ordenamiento jurídico vigente, no estaba legitimado; con
la agravante de haber sido advertido de ello por los propios
fiscales; nos hace barruntar que los magistrados de la Sala de lo
penal de tan alta institución; fuere por un excesivo respeto hacia la
figura mediática del encausado, un referente de la izquierda más
casposa de todo el mundo o fuere por haberse dejado arrastrar por la táctica del enjuiciado de convertir el juicio
en un dilema entre el bien y el mal, en cuya disyuntiva el enjuiciado estaría de parte del bien y sus acusadores de parte del mal que, en
este caso, serían los que le acusan de prevaricación.
A muchos nos ha llamado poderosamente la
atención el que, el tribunal en cuestión, haya permitido que acudieran, en calidad de
testigos, personas que nada
podían aportar en un caso en el
que lo que se está juzgando es una actividad procesal, un acto ilegal
cometido por un juez y que nada tiene que ver con que, el
llamado “testigo”, explique lo que le
ocurrió a su abuelo o a un familiar lejano del que, con toda
probabilidad, ya ni se acordaría si hubiese fallecido de cáncer en la
cama. Si ya nos llama la atención que, el Tribunal,
permita declarar como testigos a unos señores que lo que hacen, en la
mayoría de los casos, es hablar de lo que les contaron sus padres a
cerca de lo que ellos vivieron o lo que les dijeron acerca de la
suerte del fallecido, presuntamente asesinado; es decir, que no se trata de testigos presenciales, algo que, en
este particular caso, implica una sustancial carga de posibles
prejuicios que, con el tiempo, se van enconando hasta
convertirse en obsesión, lo que puede poner en tela de juicio que su
testimonio sea algo más que una declaración de un sentimiento
político. Ya no nos queremos referir a los octogenarios que, en
aquellos tiempos, apenas tendrían 6 o 7 años que, por la forma de
expresarse, parece que la realidad y la fantasía es difícil de
diferenciar.
Durante la Guerra Civil hubo
infinidad de desaparecidos que hoy son explotados por
parientes que pretenden sacar tajada de las ayudas que, de una forma
tendenciosa, los de las izquierdas han establecido, como una presunta
“reparación” a cargo del Erario público. Cuesta mucho creer
que, después de más de 70 años, los descendientes de un desaparecido pongan tanto empeño, demuestren tanto “cariño” o
se obsesionen de tal manera que se presten a perder tiempo, a
gastarse dinero y a empecinarse en recuperar el cadáver de un
ancestro del que, en otro caso, ni siquiera se acordarían.
Resulta curioso, y yo diría que muy revelador el que, quienes
reniegan de la familia, buscan el modo de emanciparse de ella a la
primera oportunidad y que apenas se ocupan de los viejos,
considerados como una carga inútil; de
pronto sufran una metamorfosis sentimental y les coja un repentino ataque
de añoranza por aquella persona que perdieron en la guerra o como
consecuencia de ella. Pero, todavía
resulta más impactante que acudan con sus quejidos a convertir la
sala del TS en un muro de las lamentaciones con tal de apoyar a un juez que de lo que se le
acusa es de prevaricación, algo que, evidentemente, nada tiene que ver con las causas contra el franquismo.
Si debiéramos juzgar al señor Garzón por
aquellos que se desgañitan ante el Supremo, insultando a los
magistrados y pidiendo la absolución del juez, sin lugar a duda no
tendríamos más que considerarlo culpable, no sólo por el caso
de posible prevaricación por el que se le juzga, sino por estar rodeado de una trouppè semejante de
personajes atrabiliarios, miembros
de la extrema izquierda más antisistema; defensores de causas perdidas y cómplices, juntamente con el
anterior gobierno del señor Rodríguez Zapatero, de haber sostenido y
defendido a aquellos que, en sólo dos legislaturas, han conseguido dejar a España en la pobreza, con cinco millones cuatrocientos mil parados y
con las perspectivas de una serie de años padeciendo los efectos de
sus errores e incapacidad para gobernar. El sólo hecho de
que el señor Garzón se valga de semejantes medios para intentar
presionar al Supremo, que recurra a amigos y a personajes políticos
del extranjero en busca de apoyo para su causa; o la contradicción que supone que hace unos años,
cuando se le pidió que acusara al señor Carrillo por los crímenes de los milicianos que asesinaron
a casi 6.000 sacerdotes, católicos, militares, republicanos y
enemigos políticos en
Paracuellos del Jarama por orden
de aquel, él se amparó en que ello
no era posible porque la legislación no
lo permitía.
¿Qué ha variado desde entonces, don
Baltasar?, ¿a que se debe que a
Carrillo, porque era de izquierdas y asesinó a ciudadanos de
distintas tendencias políticas a los que convenía eliminar, lo dejara
usted librarse de la pena que merecía y ahora piensa que puede
enjuiciar a los presuntos asesinos de Franco porque las víctimas eran
de izquierdas? El TS juzga a Garzón por un delito
de prevaricación y nada tienen que ver los crímenes de uno y otro
bando a causa de la contienda civil; por tanto, huelgan las comparecencias de personas ajenas al
tema en cuestión. O esta es, señores, mi forma de ver
este asunto. (Seleccionado del
diario español Siglo XXI, art. de Miguel
Massanet del 04-02-2012).
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