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martes, 2 de junio de 2009

Un Gobierno Contra la Constitución - II Parte

Recordemos que, en esa época en España el régimen de gobierno estaba encabezado por el presidente y un primer ministro. Al principio de la II República, el presidente de España era D. Niceto Alcalá Zamora y el Primer Ministro era Azaña. La nota adjunta hace referencia a las actividades del Primer Ministro, en complicidad con Indalecio Prieto, con el fin de derribar a Alcalá Zamora y ocupar su lugar. Observemos las maniobras leguleyas, marginales e inconstitucionales constituitivas de un verdadero Golpe de Estado. Este tipo de maniobras, de actos preparatorios, podemos observarlas en nuestro país, aunque por ahora, por ahora en estado embrionario, pero habida cuenta la metodología de ciertos individuos, a quienes los ciega la ambición, no sería de extrañar que se repitan los eventos que a continuación narramos. Posiblemente nos encontremos ante el proceso ejecutivo, tendiente a dar viabilidad, a la destrucción institucional.
"Otro peligro legal para la izquierda provenía de las atribuciones presidenciales de Niceto Alcalá-Zamora. Azaña temía que pudiera usar sus prerrogativas para derribar su Gobierno, como había hecho con los de Gil-Robles y Lerroux, y desde el primer momento se dedicó a intimidarlo, como él mismo explica, en tono burlesco, en sus cartas.

"[De momento] me contento con decirle atrocidades. No me falta más que sacudirle por las solapas. El hombre se encoge, se retuerce, mete los dedos en el tintero, se embolsa puñados de caramelos…".

Como el desdichado presidente invocase su derecho a hacer observaciones al Gobierno, le replicó: "Las hará usted mientras haya aquí alguien que se crea en el deber de escucharlas. En otro caso se las hará usted a los muebles"; y añade: "Esto es lo más suave que nos decimos".

Desde el principio pensaba Azaña en eliminar a Alcalá Zamora y ocupar su puesto, lo que llevó a cabo en combinación con su amigo Prieto, como la anterior maniobra para hundir a Lerroux y su Partido Radical. A tal efecto debían resolver varios problemas. El presidente tenía autoridad para disolver dos veces las Cortes, pero quedaría automáticamente destituido si las Cortes posteriores a la segunda disolución determinaban que ésta había sido arbitraria.

Mas, para empezar, la disolución de 1936, ¿había sido la primera o la segunda? Había habido una primera, en 1933, pero correspondía a las Constituyentes, y muchos opinaban que no debía entrar en las dos del derecho presidencial, con lo que la de 1936 sería la primera y no podría ser juzgada por las Cortes. Así pensaba don Niceto, y Azaña había compartido esa interpretación, como observa en sus diarios, considerando demagógica y peligrosa la contraria. Sin embargo, una vez vuelto al poder, Azaña perdió todo escrúpulo y resolvió considerar la disolución de 1936 como la segunda. Con ello quedaba sentenciado don Niceto, dada la enorme mayoría parlamentaria izquierdista.

Claro que había un segundo problema: existiendo tal conflicto legal entre la interpretación de las Cortes y la de la presidencia, debía dictaminar el Tribunal de Garantías Constitucionales. Pero Azaña y Prieto decidieron, nuevamente, constituir a las Cortes en juez y parte e imponer su criterio, lo cual constituía algo muy parecido a un golpe de estado.

Y el tercer problema no era, en principio, menos peliagudo. La disposición legal sobre la segunda disolución tenía por objeto frenar el posible despotismo presidencial. Si en las elecciones subsiguientes ganaba el mismo partido que había sido expulsado del poder por el presidente al disolver las Cortes, quedaba claro que la disolución había sido innecesaria, y dicho partido podía entonces expulsar al presidente por su arbitraria conducta. Así habría obrado la CEDA, seguramente. Pero el Frente Popular debía su victoria, precisamente, a la decisión de don Niceto, y declararla improcedente equivalía a declarar el derecho de la CEDA a seguir gobernando, y por tanto el carácter improcedente del propio Gobierno izquierdista. Si a alguien debía el poder Azaña, era al hombre a quien quería eliminar.

Los tres problemas fueron resueltos de modo golpista, como señala, con razón, su víctima. El 7 de abril Prieto presentó a las Cortes una proposición:

"Los diputados que suscriben, atentos únicamente a la suprema razón política de asegurar en todas las instituciones del Estado republicano la observancia y la defensa de la Constitución, proponen que las Cortes declaren que no era necesario el decreto de disolución de Cortes de 7 de enero de 1936".

Pocas veces se habrá desafiado la verdad y la decencia con tal cinismo, ¡y en nombre de la Constitución! Martínez Barrio, presidente interino mientras se cumplía la formalidad de sustituirlo por el propio Azaña, lamenta en sus memorias el golpe asestado a la legitimidad del Gobierno, y recuerda la ceremonia de su nombramiento más como "velada fúnebre que fiesta de recién nacido. Nos habíamos lanzado por uno de esos despeñaderos histórico que carecen de toda posibilidad de vuelta". Azaña, en cambio, estaba eufórico:

"Dejo aparte el placer estético de la operación, que no es pequeño. Seguimos destituyendo peces gordos, no va a ser sólo Don Niceto. No se me olvida ninguno".

En mayo pasaba a presidir él mismo la República, dejando como jefe de Gobierno a su amigo Casares Quiroga.

Había una especie de justicia poética en la caída, un tanto ignominiosa, de Alcalá-Zamora a manos de aquellos a quienes tanto había favorecido. Gil-Robles se lo había vaticinado.

Faltaba una tercera columna al poder antidemocrático que estaban erigiendo los republicanos de izquierda: el control del poder judicial, que pronto tomó rasgos grotescos. Pronto se arrogó el ministerio el nombramiento directo de los cargos de la justicia municipal, y el 9 de junio se creaba un tribunal especial para vigilar a los magistrados, formado con mayoría de presidentes de asociaciones de izquierda y ultraizquierda. (N.de R.: nos recuerda a cierto personaje pintoresco, cuya misión sería actualmente similar, en nuestro país) . Observa Gil Robles:

"La ley consumaba la monstruosa paradoja de que para enjuiciar a un magistrado o a un juez, bastaba saber leer y escribir, mientras que todos los demás ciudadanos habían de ser juzgados por quienes demostrasen una capacidad suficiente".

Al día siguiente, otra ley concedía a una asamblea de 75 miembros, con hegemonía gubernamental, la elección del Tribunal Supremo. Medidas tales anulaban a un poder judicial acobardado. Apenas hubo protestas o gestos de independencia entre los jueces.
(N.de R.: a mas de 70 años de los eventos, vemos como se van reproduciendo en la Argentina, los factores desencadenantes del conflicto. En su momento, posiblemente no se les concedió la gravedad institucional que merecían. Algo similar a lo que ocurre en la Argentina.)
Algo semejante ocurrió con la policía. Nada más revelador que las circunstancias del asesinato de Calvo Sotelo. El crimen tomó como pretexto la venganza por otro asesinato, el del teniente Castillo, de la Guardia de Asalto, a manos de ultraderechistas. Castillo había participado en el movimiento guerracivilista de 1934, y actuaba como instructor de las juventudes socialistas, lo cual, en la práctica, significaba instructor en terrorismo.
(N.de R.: observemos que el autor relata, como se fueron formando los grupos de tareas, encargados de la comisión de delitos que podemos calificar, sin temor a errar como Terrorismo de Estado)
El director del secuestro y asesinato de Calvo Sotelo, el capitán Condés, de la Guardia Civil, repetía los rasgos políticos de Castillo. De hecho, los órganos de seguridad del Estado se estaban convirtiendo, en buena medida, en auténticos grupos terroristas, que organizaban razzias contra las derechas con la colaboración de milicianos del PSOE. El caso de Calvo Sotelo fue sólo la culminación del proceso.

Sería mucho decir que el Gobierno estaba contento con estas derivas. En buena medida se sentía desbordado, pero no cabe duda de que había sido él, habían sido los republicanos de izquierda encabezados por Azaña, quienes habían emprendido la destrucción de la legalidad e intentado crear un nuevo régimen de hecho, al estilo mejicano.

Pero, mientras en Méjico una oligarquía extremadamente corrupta controlaba la situación, en España se estaba viendo desbordada, sobre la marcha, por sus aliados más radicalizados y utópicos. (Seleccionado de un artículo de Pío Moa, en la web española de Libertad Digital)

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