Trofim Lysenko
La persona a la que se refiere esta nota, es uno de los antecedentes de otro personaje, vernáculo éste, que se hacía llamar el "El Profesor Ritcher", autotitulado físico especialista en energía atómica. Su habilidad, no científica por cierto, logró que el propio entonces presidente de la Nación Argentina, el general Juan Domingo Perón, en la década del 50, convencido por este charlatán de feria, creyera a pie juntillas en su palabra. A tal fin, puso a disposición del citado la Isla Huemul, en el lago Nahuel Huapi y el personal que se necesitara, a su pedido y con el alegado propósito de lograr que la Argentina pudiera usar la energía atómica. Al menos, los diarios de esa época, así lo ratificaban. Se trató de una matufia. No reconocida por nadie ya que, empezando por el propio general, creemos que todavía se deben estar preguntando como pudieron ser engatusados tan hábilmente. A la fecha, el viajero puede observar restos de lo construido, a pedido del delirante personaje. Por cierto que el costo de esta aventura, nunca fue revelado. La historia de Lysenko logró que viniera a mi memoria este individuo de nefasta fama, especialista, no en la fisión del átomo, sino en la conocida truffa.
"En 1928 Stalin, que ya se había hecho con el control absoluto de la URSS, dio un discurso en el que advirtió a sus conmilitones del Partido de que la Unión Soviética arrastraba un retraso de entre 50 y 100 años con respecto a las potencias occidentales.
Si Rusia no avanzaba deprisa, muy pronto sería invadida y el Gobierno bolchevique derrocado, lo que se traduciría finalmente en una más que probable restauración de la odiada monarquía. La URSS necesitaba abandonar cuanto antes su condición de país rural productor de materias primas baratas y sin elaborar. Tenía también, tal y como había prometido Lenin, que electrificarse y aumentar la producción agrícola hasta alcanzar la suficiencia; el objetivo era no necesitar en modo alguno el mercado, ni siquiera el externo.
La primera víctima de aquel discurso fue la Nueva Política Económica de Lenin, que permitía, con grandes restricciones, la pervivencia de pequeñas explotaciones y una pizca de libertad de comercio. La segunda fue el campesinado soviético, obligado desde aquel momento a colectivizarse a la fuerza en granjas estatales sometidas a las cuotas del plan quinquenal.
Lo cierto es que nadie quería ser colectivizado: los pequeños campesinos, porque ya tenían su parcela, con la que, mejor o peor, sobrevivían; los jornaleros, porque aspiraban a tenerla: sabían que, cuanto más trabajasen, más probabilidades tendrían de mejorar sus condiciones de vida. Por lo demás, siempre les había quedado la válvula de escape de las ciudades, donde poder empezar desde cero una nueva vida a la sombra de la industria o los servicios.
Existía, por otro lado, la sospecha generalizada de que esas explotaciones estatales iban a ser muy ineficientes, dado el bajo nivel de capitalización de la economía soviética y las condiciones de semiesclavitud en las que habría que trabajar en ellas. Entonces, como caído del cielo, apareció un joven jardinero ucraniano destinado en una estación agrícola de Azerbaiyán. Se llamaba Trofimes Lysenko y decía haber encontrado el modo de obtener milagrosas cosechas en invierno. La realidad que Lysenko no había descubierto nada. Se había limitado a constatar que si se enfrían y humedecen, las semillas de trigo pueden germinar rápidamente a finales del invierno, con lo que se podría obtener una cosecha extra.
La vernalización, que es como se llamaba aquello, ya la conocían los agricultores rusos, y en los veranos malos la ponían en práctica para no morirse de hambre. Pero Lysenko, aparte de jardinero, era un bolchevique convencido y, como tal, un mentiroso sin remedio. Justo un año antes de que se anunciase la colectivización del campo escribió un artículo en Pravda en el que proclamaba que conocía la manera de cosechar guisantes en pleno invierno; mejor aún, afirmaba haber descubierto un sistema para abonar la tierra de cultivo sin emplear fertilizantes. Si eso era cierto, los planes agrícolas del Politburó saldrían bien aunque los planificadores lo hicieran muy mal.
Stalin, muy dado a creer en la milagrería revolucionaria, apadrinó al ucraniano, se lo llevó a Moscú y le convirtió en presidente de la Academia de Ciencias Agrícolas de la URSS. Allí, sobrado de medios y de personal, con fastuosos invernaderos a su disposición, comenzó a elaborar una teoría tras otra, a cuál más delirante. Lo primero que hizo fue romper con la genética mendeliana, que pasó a considerarse una "teoría reaccionaria". Lysenko elaboró su propia teoría genética basándose en los estudios de Lamarck, un naturalista del siglo XVIII pionero en enunciar la evolución de las especies. Lamarck creía que la necesidad creaba el órgano y la inactividad de éste originaba su atrofia y desaparición. Así podía explicar, por ejemplo, la extraordinaria longitud del cuello de las jirafas, imprescindible para alcanzar las hojas de los árboles de la sabana.
A Lysenko, un simple jardinero sin estudios universitarios, le sedujo una elaboración teórica tan limpia. Si todos los organismos se adaptan al ambiente y luego transmiten estas peculiaridades a su descendencia, no había más que someter la biología a los dictados del marxismo para que ésta respondiese adaptándose a las necesidades del plan quinquenal. La ciencia y la política, por fin unidas gracias al socialismo. Una vez tuvo listas las líneas generales de la nueva biología revolucionaria, se las llevó a Stalin, que alabó los postulados lysenkianos y los convirtió en dogmas, ante los que no cabía apelación posible, por muy errados que estuviesen.
Las teorías de Lysenko eran, en realidad, un engrudo lleno de disparates en el que la agronomía, la genética, la citología y la teoría de la evolución quedaban oficialmente fusionadas. El régimen se encargó de bautizar el invento como agrobiología, una ciencia exclusivamente soviética y de curso obligatorio para todos los agrónomos, genetistas y citólogos de la URSS. A Stalin le gustaba hasta el estilo que su pupilo científico tenía de moverse por el mundo. A diferencia de otros científicos, Lysenko era, como él, un comunista fanático, un antiintelectual que abogaba por la práctica, por salir al campo a hacer cosas en nombre de la revolución.
El Kremlin dio a Lysenko un laboratorio en el centro de Moscú e infinidad de ocupaciones. La principal era visitar granjas estatales para hacer experimentos in situ de unas descabelladas teorías que nunca funcionaban. De los guisantes de invierno nunca más se supo, y todos sus intentos por vernalizar otras semillas diferentes al trigo fueron en vano. Conociendo la importancia del personaje, nadie en su sano juicio se atrevía a denunciar el timo. Lysenko no sólo era un protegido de Stalin, sino que llevaba muy mal que se le criticase.
Desde la academia que presidía llevó a cabo una auténtica caza de brujas en el mundo de la biología. El que osaba, aunque fuese tímidamente, poner en duda la obra y las teorías de Lysenko tenía que vérselas con el NKVD. El biólogo más importante la URSS, el genetista Nikolai Vavilov, fue detenido y condenado a muerte por "derechista", "enemigo del pueblo", "saboteador" y "espía británico". Nada de eso era cierto: Vavilov militaba en el Partido y su compromiso político estaba fuera de toda duda. La condena se debió únicamente a sus críticas públicas de las teorías de Lysenko. Vavilov, que había dedicado su vida a investigar la genética de las semillas para mejorarla y aumentar la producción de alimentos, murió de hambre en el Gulag mientras su enemigo recibía el Premio Stalin de manos del gran líder.
Conforme avanzaban los años, las especulaciones teóricas de Lysenko se iban extraviando cada vez más. Metido de hoz y coz en su biología proletaria, negó taxativamente la existencia de los genes y los puso fuera de la ley. A la genética la bautizó como "pseudociencia burguesa" y "criada del ministerio de Goebbels". Al no existir diferencias entre el fenotipo y el genotipo, una semilla de trigo podía convertirse en una de cebada, de maíz o de lo que Lysenko quisiese creando artificialmente las condiciones adecuadas para que obrase la magia. La propaganda se encargaba del resto, anunciando supercosechas y todo tipo de maravillas, solo posibles gracias al talento del camarada presidente de la Academia de Ciencias Agrícolas.
Lo que este "genio de la Unión Soviética" perpetraba en la biología era algo parecido a lo que Stalin estaba haciendo con el propio ser humano. Cambiando el entorno podía alumbrarse una nueva generación de hombres nuevos, forjados en el socialismo real, dejados del interés propio y concentrados solo en el colectivo, un ejército de trabajadores perfectos labrados a imagen y semejanza del obrero modelo Stajanov. A partir de 1948 el lysenkismo pasó a ser la doctrina oficial soviética en todo lo relativo a la biología. Desde las alturas su padre y fundador, vigilaba para que nadie se saliese un milímetro del estrecho carril por donde discurrían sus absurdas supercherías pseudocientíficas.
El coste para la Unión Soviética fue altísimo. Los experimentos costaron un sinnúmero de cosechas perdidas y, con ellas, la muerte de cientos de miles de personas. El país se quedó, además, sin biólogos dignos de tal nombre. Nadie se atrevía a entrar en un terreno minado, donde la disidencia se castigaba duramente.
Tras la muerte de Stalin, Lysenko y sus falacias pervivieron durante más de una década. Luego cayó en desgracia y murió solo, abandonado por todos, pero sin tener que responder por ninguno de sus muchos crímenes. (Seleccionado de la web española de Libertad Digital, del 27-04-2012 - Una nota de Fernando Díaz Villanueva).