Santiago Carrillo y plana mayor del Partido Comunista
«Nos han preparado una
encerrona y traído a esta casa con otros quince más. Espero nos matarán. Sea la
voluntad de Dios». Son las palabras que Manuel Toll Messía, uno de los 67
hombres asesinados en el túnel de la muerte de Usera durante la Guerra Civil, escribió
con la hebilla de su cinturón en una pared, sabedor del trágico final que le
esperaba. Su historia y la de sus compañeros fue olvidada por la Memoria
Histórica.
Decenas de niños juegan
animados en el patio del colegio concertado Nuestra Señora de la Providencia,
bajo la dirección de la orden de las Teatinas. Bajo sus pies, se esconde una
cripta olvidada. Es el Túnel de la Muerte, donde a finales de 1937 perecieron
67 personas víctimas de un vil engaño.
El comienzo de la
Guerra Civil dejó el barrio de Usera como un territorio de nadie, donde nacionales y
republicanos se peleaban cada palmo de terreno. A la 36ª Brigada Mixta del
Ejército Republicano se le encomendó la defensa de Madrid en esa
orilla del Manzanares. Al frente de ésta se encontraba Casimiro Durán, un
hombre de confianza del Partido Comunista obsesionado por la «caza de
fascistas».
En aplicación del Derecho de
Asilo, las embajadas y legaciones extranjeras se convirtieron durante la guerra
en improvisados asilos para aquellos que no comulgaban con la causa
republicana y que habían quedado «presos» en la capital. Hasta la legación
de El Salvador llegó en 1937 un hombre con una extraña misión, la búsqueda de
un sacerdote que diese la extremaunción a un moribundo.
Descanso
espiritual
A pesar del peligro que
suponía salir de la representación salvadoreña, un sacerdote salesiano se
ofreció a dar este último descanso espiritual. Lo que no sabía el religioso era
el revelador secreto que conocería en el hostal donde se alojaba el
enfermo: en Usera había un túnel por el que se podía pasar a la zona nacional
de la mano de algunos oficiales comunistas que, aparentemente, renegaban de su
uniforme. El trato era simple. Una elevada cantidad de dinero o joyas a
cambio de un salvoconducto para reunirse con sus familias en la zona
sublevada. «Estaban desesperados. Me lo contó el salesiano. Un día apareció por
aquí a despedirse por última vez de sus compañeros del refugio», explica sor
Mari ángeles, la antigua profesora de Historia del colegio.
La noticia del túnel liberador
se extendió como la pólvora entre los cientos de refugiados en las embajadas.
El problema era el elevado coste. En la legación salvadoreña, el Marqués de
Cubas y de Fontalba, Francisco de Cubas y Erice, y su nieto vieron en este
túnel la ocasión perfecta para huir.
Enmascarados en las sombras de
la noche del 8 de noviembre de 1937, un coche de la Cruz Roja, trasladó a los
de Cubas, al conde Cazalla del Río, Manuel Toll y a otros tantos aristócratas,
abogados y militares hasta un pequeño chalet en Usera. La suya fue una de las ocho
expediciones que no terminaron como ellos esperaban.
Al llegar a la casa todo
cambió. Un capitán del Ejército Republicano, apellidado Cabrera, les hizo bajar
del camión. Empezaba su pesadilla. Encañonados por los fusiles de los
brigadistas, los expedicionarios fueron conducidos al interior del chalet,
donde se les despojó de todo su dinero y alhajas. A continuación fueron
interrogados brutalmente y encerrados en un túnel que no conducía a ninguna
parte. Todo era mentira. Nunca más se volvió a saber de ellos.
67 fusilados
sin escrúpulos
Lo más granado de la
aristocracia madrileña y del mundo de las finanzas, junto con abogados,
militares de distinta graduación, estudiantes, catedráticos, arquitectos,
aparejadores y empleados de diversas profesiones libres perecieron en el
túnel de la muerte. 67 personas en total, de las que solamente pudieron ser
identificadas 36.
Temerosos de lo que pudiera
pasar, antes de partir, algunos acordaron enviar un código por radio que
hiciese saber a los que dejaban que habían pasado al otro lado. Pero aquel «santo
y seña nunca llegó», cuenta la religiosa.
Cuando el equipo de forenses
del doctor Piga exhumó los cadáveres, descubrió que estaban desfigurados y que
todos tenían las manos atadas. La mayoría habían muerto fusilados, pero
también los había que habían perecido por asfixia o estrangulación.
Hemingway lo
sabía
Olvidado por muchos, el túnel
no pasó desapercibido para Ernest Hemingway, quien en
su obra «Por quién doblan las campanas» hablaba de lo sucedido en Usera en boca
de uno de sus personajes. El estadounidense conocía los hechos de primera mano,
había estado con quien él llamaba «los topos de Usera» tan sólo dos
meses después de que acabaran los macabros engaños, en diciembre de 1937.
Hasta hace unos años, los
familiares de las víctimas se reunían en una misa anual en la cripta en
recuerdo de sus fallecidos. Hoy apenas hay descendientes directos. «Tenemos una
profesora nueva cuyo abuelo murió aquí», explica sor Rosa, la directora del
colegio, a quien lo que más le preocupa es el mal estado de conservación del
túnel: «Con el lío de la Memoria Histórica de Zapatero vinieron de la
Comunidad a interesarse, pero nada más».
El deterioro de la cripta es
notable. Las humedades campan a sus anchas y el mármol de las lápidas de los
nichos –vacíos después de que las familias decidiesen trasladar los restos a
camposantos– se desprenden. «Con la crisis que hay nos dijeron que no había dinero
para arreglarlo», comenta la religiosa mientras señala los estragos del paso
del tiempo. Mientras tanto, la barbarie que aquí se cometió continúa
enterrada bajos los juegos de los niños del colegio, para quienes el interior
de la cripta sólo es parte de su imaginación.